Toda una vida la había
entregado Zacarías al ejercicio de su exitosa ocupación sacerdotal; con la
dicha de haber tenido siempre consigo, la maravillosa, permanente y dulce
compañía de su ejemplar esposa Elizabet, de las hijas de Aarón (Lucas 1:5ss).
Desde esa buena perspectiva, cualquiera consideraría que ambos ya estaban
completamente realizados, o sin ningún tipo de resquemor hacia la historia que
inseparablemente habían hilado. ¡Pero no era así!. Porque a pesar de lo que
juntos habían vivido durante muchos años, como figuras públicas que eran, y
aparentemente haber sido exitosos en lo personal, ministerial, y quizás hasta
en lo financiero; en lo más íntimo tenían una gran necesidad; un deseo no
cumplido que les convertía en desesperanza cualquier otro logro alcanzado. Nada
sustituía el vacío que experimentaban, a causa de aquella contrariedad
perturbadora: ¡La esterilidad de
ella! Frustrante realidad que opacaba cualquier otra felicidad dada la
imposibilidad de tener el tan anhelado hijo.
Habían
tenido suficientes buenas virtudes como para que tal desdicha no les sucediera
precisamente a ellos, ya que por muchos años se habían conducido
irreprensiblemente en todos los mandamientos divinos y como matrimonio habían
ejercido de forma íntegra el sacerdocio; y más aún, ante su situación difícil
le habían implorado incesantemente al Dios a quien ellos le sirvieron toda una
vida, pero que jamás recibieron por lo menos, indicio alguno de respuesta
favorable. Todo parecía ya casi perdido, sin ninguna esperanza o posibilidad de
que se revirtiera aquel infortunio. El tiempo había transcurrido tanto que
ambos ya eran de edad avanzada; es decir, imposible que el prodigio sucediera.
¿Por qué Dios no les respondía? ¿Qué hicieron tan mal como para que
sobrellevaran tamaña privación? ¿Acaso estaban destinados a eso?
Cuántas
veces habrás sentido tú lo mismo; que la desesperanza te conduce hacia la
rendición; que imploras y confías tanto en Dios que al parecer como que no te
escucha. Que a veces te preguntas si tu problema o necesidad parece convertirse
en perdurable. Consideras que es injusto de que a pesar de que hayas hecho
méritos loables; sin embargo, tu felicidad es incompleta e intermitente. Nada
ha podido suplir ese gran vacío que experimentas. La estéril realidad te
entristece, y te aturdes en pensar que todavía te encuentras en el mismo
círculo vicioso de la amarga desdicha. El tiempo pasa y no ves llegar
oportunamente la respuesta favorable que tanto te inquieta y te quita el regocijo.
Pues
bien, muy a pesar de todo, Zacarías y Elizabet jamás decayeron; permanecieron
unidos; continuaron ministrando el sacerdocio sin ningún descontento o
despropósito; ni renunciaron al ejercicio de sus funciones; mantuvieron su
incólume fe puesta en Dios, aun cuando no recibieron respuesta alguna. Aún así sus
oraciones eran constantes. Esa actitud asumida por ambos fue encomiable, ya que
el factor crisis no produjo en ellos desencanto ni decepción hacia Dios; al
contrario, en sus años de desdicha albergaban una firme certeza de paciencia y
esperanza en medio de sus vicisitudes. Y en efecto, les surtió el fruto
esperado.
Totalmente
maravilloso es vivir esa experiencia de CUANDO EL BUEN DÍA ANHELADO LLEGA. Se borran
los pesares. Se abren las puertas de las oportunidades, renacen las esperanzas
perdidas, se despierta nuevamente la felicidad, y es allí cuando entonces te
das cuenta de que esperar vale la pena. Que la fe no defrauda. Que todo tiene
su momento. Que la carestía es la semilla de un promisorio porvenir lleno de
alcances. Que jamás se llega al triunfo sin antes pagar el precio del amargo
infortunio. Pero, que lo que no hace Dios, a través de la persistencia, la
confianza y la oración, pues no lo hace nadie. Nunca olvides que siempre hay un
momento exacto en el que Dios parece atender personalmente tu situación.
Entonces descubres que tu necesidad, tu problema, tus angustias, están llegando
a su punto final. Y que en lo adelante lo que tendrás es esa anhelada
respuesta, tantas veces implorada.
Un
buen día, Zacarías, le correspondió por suerte ministrar en el altar. Ese buen
día, entró al santuario. Ese buen día la multitud del pueblo estaba fuera
orando y él ingresando al altar, allí en la presencia misma de Dios, donde en
incontables ocasiones había traído su súplica. De todos modos ya estaba
habituado a entrar en ese lugar. Eso era parte de su oficio. Nada nuevo ni
diferente había adentro; a excepción, de que ese buen día, en el mismo lugar de
siempre, levantó su mirada hacia la derecha del altar del incienso tal como
estaba acostumbrado a hacerlo.
Y oh!, ¡Qué sorpresa! ¡Alguien estaba parado allí! ¿Cómo entró? ¿Quién era? ¿A qué habría venido? Ante esa misteriosa aparición, Zacarías se turbó al verle, y le sobrecogió miedo. Ese mismo temor que le invadía cada vez que pensaba en esas preocupaciones internas que le turbaban. Pero esta vez sí había una señal, y más directa no podía ser. Se trataba de un ángel.
«Zacarías, no temas; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan» le dijo aquel ángel. «Tendrás gozo y alegría», le continúo diciendo. «Y muchos se regocijarán de su nacimiento; porque será grande delante de Dios» agregó. Aquello le parecía increíble a Zacarías. Difícil de asimilar esas palabras. ¿Cómo sucedería tal portento? ¿Estaba soñando o era una realidad del momento? Pues sí. Era una verdad.
Zacarías replicó al ángel: «¿En qué conoceré esto? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada». Es que cuando las limitantes son tan fortísima cuesta creer que lo imposible pueda suceder. ¿Acaso no sería ya demasiado tarde como para que Dios interviniese? Pues no. No lo era. El momento había llegado. El instante en el que el Dios de los cielos estaba ya determinado a cumplir el anhelo de aquellos ancianos héroes. Dispuesto a todo estaba Dios. ¿Y qué podría detenerlo? ¿Una esterilidad? ¿La vejez?. No.
Me pregunto, ¿qué puede detener a Dios para que Él te resuelva la triste situación que también te embarga?; ¿una enfermedad?, ¿un vacío?, ¿una imposibilidad?, ¿una deprimente amargura?, ¿una preocupación?, ¿una contrariedad?, ¿una desesperanza?, ¿un desencanto?, ¿una ausencia?, ¿una herida?, ¿un miedo?, ¿un sufrimiento?, ¿un desconsuelo?, ¿una fatiga?, ¿una carencia?, ¿una frustración?, ¿un punzante recuerdo?. Ponle el nombre que tu problema tenga; pero, para el Dios tuyo no hay imposibles.
«Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas» le respondió el ángel. Esa es la misma contestación hoy para ti. No se trata de nadie más, sino del mismísimo mensajero de confianza del Dios tuyo. El ángel que siempre ha estado frente al trono. Pues él había sido a quien enviaron directamente a atender la petición de un par de ancianos desesperanzados. ¿A quién puede enviarte Dios a ti? No lo sé. Pero de algo sí estoy más que seguro, y es que CUANDO EL BUEN DÍA ANHELADO LLEGA, las buenas nuevas Dios te la envía directa y personalmente en el mismo lugar donde siempre has derramado tus plegarias. Es allí donde tendrás respuesta. Tal vez no a través de un ángel. Pero de alguna manera Él lo hará. Nunca salgas de esa presencia, porque la garantía de tu esperanza se encuentra allí. No renuncies. No te rindas. No te alejes. Espérale allí.
«Quedarás mudo y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo» profirió el ángel. Solo el sosegado silencio te sirve de testigo cuando lo ves y no lo crees. El incesante clamor es sustituido por la mudez de los que han recibido expresamente la promesa de una buena nueva. Ahora, a esperar la concreción de lo anunciado; porque el ardiente anhelo ya tenía nombre: Se llamaría JUAN. La petición de tu corazón, quizás ya mismo tenga también su nombre específico. ¿Cuál es tu Juan? ¿Qué anhelas? Puedes creerlo o no, pero si Dios te lo dice, lo recibirás. Es el arribo del momento esperado. Aguárdalo, o podrías quedar sin habla CUANDO EL BUEN DÍA ANHELADO LLEGA.
Cumplidos los días de su ministerio, Zacarías se fue a su casa. Y después de aquellos días concibió su mujer Elisabet, y se recluyó en casa por cinco meses, diciendo: «Así ha hecho conmigo el Señor en los días en que se dignó quitar mi afrenta entre los hombres». La historia se repite constantemente. Hoy ya no son Zacarías y Elizabet, sino tu propia persona. Una vida; una imposibilidad; una esperanza; una respuesta; y un resultado; todo eso CUANDO EL BUEN DÍA ANHELADO LLEGA.
En resumen, de ese bello relato se desprende para ti lo siguiente: PRIMERO: Confía, no temas, porque tu oración ha sido escuchada. SEGUNDO: Ve despidiéndote de tu tristeza porque tendrás gozo y alegría. TERCERO: Prepara tu corazón para lo magnánimo, porque será grande delante de Dios tu anhelo, pues si grande fue tu espera, grande será también tu resultado. CUARTO: Del cielo te enviarán directamente las buenas nuevas en el mismo sitio de tu oración. QUINTO: Toda promesa recibida se gesta y se cumple a su tiempo. SEXTO: Créelo y guarda una mudez esperanzadora. SÉPTIMO: Te será quitada toda afrenta. Y OCTAVO: Así hará el Señor contigo. DIOS TE BENDIGA.
Por David A. Flores D.
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